
Amada mía…
Te encerraste espuma adentro
entre los castillos de coral y las húmedas tinieblas
rehuyendo así, quién sabe que ansiedades
y tus pasos quedaron para siempre
grabados en mi arena;
tus versos penetraron en mí,
como una nueva sangre.
Se perdía la vista en aquel mar
durante largas horas de tristeza
siempre silenciosa, siempre ausente,
y de pronto bajabas la mirada hacia el papel
y tus dedos se enredaban en poemas
más divinos que humanos.
Pálida amante, te marchaste…
Y un día oí tocar las campanas del pueblo
y a las gentes decir que habías muerto,
¡qué locos! morirte tú,
que vivías tan intensamente en mi corazón
y tu imagen retratada en mis lienzos,
¡qué locura!…si tu eres inmortal
cómo una estrella errante
que te perdiste entre las aguas.
Pues tú has de vivir siempre
en los oídos de aquellos que saben escucharte
porque tu ausencia es la música del recuerdo.
Náyade, estás ahí sentada
en las rocas como siempre
y luego vuelves a tu mundo de ninfas y sirenas,
y mi amor te hace eterna…
Porque te escondes cada tarde
con los reflejos de ese sol que te ilumina
y a media noche brilla tu palidez
sobre las aguas plateadas.
Qué extraño misterio el de tu vida
y que ingrata tu ausencia con la muerte,
qué poesía me dejó tu calma
tu mirada profunda y tu voz delicada
y aquel perfume inquieto
que flota tras de mí.
Quién sabe dónde fuiste,
solo sé que mis pinceles dibujan
con un mágico encanto la sombra del pasado.
Náyade, no me olvides en tu mundo de sombras
porque vivo por ti,
para levantar tus versos
que alivian a las almas llenas de soledades
y de inquietudes viejas
como tú y como yo.
Te esperaré en la playa
sintiendo la caricia de la brisa en mi cara
hasta que algún día el mar compasivo
me arrastre en pos de ti
y me arranque del mundo
para seguir tus pasos…
Mª Ángeles de Antonio Urbán